La noche y los perros
La noche.
Ese reino en el que nos zambullíamos despacito, con el ansia con la que un chico se adentra en un arroyo, buscando y temiendo un remanso. El silencio era tan profundo que nos llegaban los ruidos más lejanos, a la vez que se podía sentir en los oídos el eco del fluir de nuestra sangre en cada pulsación. Siempre el silencio y la noche tienen ese embrujo capaz de acollarar en una misma sensación lo íntimo con lo lejano.
Se entraba en la soledad de la noche en familia. A medida que la oscuridad crecía se estrechaba más y más el círculo de la familia. Las sillas se agrupaban en el patio o en el comedor. Finalmente el rosario familiar anudaba a todos, llevándolo a cada uno a su mundo interior. Era el momento en que estábamos más unidos, aun físicamente, y sin embargo quizá también el momento en que cada uno liberaba su mundo espiritual y lo dejaba navegar por las rutas de sus sueños y sus ansias.
Luego venía la cena. Los más chicos, dormidos durante el rosario, eran llevados entre quejidos inconscientes a la cama. Quedaban los más grandes y algún chico de grandes ojos pensativos, silencioso, como si ese mundo fuera para él un espectáculo ajeno, como es ajeno el mar para quien lo mira desde la playa.
Concluido el rito familiar se despejaba la mesa de platos y enseres, que se amontonaban en un fuentón de la cocina. Cada grupo agarraba una lámpara. Papá y mamá una para su dormitorio. Normalmente ya estaba allá, y allá se prendía con el fuego de un pedazo de diario arrollado que se metía por debajo del tubo de vidrio un poco levantado, buscando la mecha de querosene. Mis hermanas se llevaban la lámpara del comedor. Y nosotros la tercera, la de la cocina, que había quedado allá con su llamita a media altura durante la comida para permitir la búsqueda de lo que hubiera podido ser necesario.
Antes de desanudar el núcleo familiar se cumplía con un rito. Palabras ya consagradas, pero necesarias:
-¡Buenas noches, hasta mañana, Alabado sea Dios! ¿Sacaron los perros?
¡Los perros! En nuestro rancho las puertas estaban durante el día siempre abiertas. Ni siquiera existían las llaves. De ahí que los perros no tuvieran inconveniente para ganarse hasta la cocina, comedor, e incluso dormitorio. Eso sí, siempre bajo el peligro de ser sacados a patadas en cualquier momento. Por ello los más grandes ni siquiera entraban. Su reino estaba en el patio. Los cuzcos en cambio, no. Se hacían un ovillo en un rincón, y a veces se madrugaban algún huesito o trozo de pan que caía de la mesa.
Pero al llegar la noche se era inflexible. Los perros no podía quedar adentro. Lámpara en mano se los buscaba. La luz descendía a ras de piso iluminando bajo las mesas y camas, aparadores y estanterías, para descubrir si alguno se había ganado allí.
Las razones eran claras y varias. No está bien dormir con perros dentro de la casa. También, de dormir allí, al levantarse alguno a oscuras podía pisarlos, con el resultado de un alarido o quizá de un mordiscón. Por el mismo motivo de no tropezar con ellos en la oscuridad, se acomodaban las sillas alrededor de la mesa o contra las paredes.
Pero lo fundamental por lo que los perros eran sacados al patio, se debía a que allí cumplían durante la noche con una función. Cerca de la puerta, detrás de la cocina, junto al galón o en el patio: allí estaban como centinelas, cada uno con su alarido a mano para avisar lo que pasara. Visita que llegaba, bicho que merodeaba o animal que se saliese de su corral, hubiera motivado un brusco gruñido y luego una corrida. La avalancha de los alaridos despertaría a los que dormíamos adentro, alertándonos a fin de estar sobre aviso. Desde dentro ya sabíamos interpretar esos ladridos. Los había de simple respuesta a otros ladridos lejanos, como gritos de centinela en la noche; los había que eran lloros a la luna, largos y tristes con su carga de leyendas y de miedo; los había cortos y bruscos, sin motivo aparente, de pelea o de alarma. Había ladridos que se apaciguaban inmediatamente y eran anuncio de una llegada amiga, otros intranquilos y agresivos ante un desconocido. Digo que los sabíamos interpretar. Ustedes comprenderán que por todo esto, era lógico que al entrar la noche se sacara los perros afuera, al patio.
Quizás en la vida pase lo mismo. Llega un momento en que empieza a oscurecerse el día de nuestra infancia. Durante ese día luminoso se han ganado en nuestra alma muchas fidelidades: de las chicas y de las grandes. La infancia es un tiempo de puertas abiertas. Al terminarse con la adolescencia nuestra niñez, sentimos que entramos en un situación nueva: la de nuestra juventud. Y entonces sentimos la necesidad de sacar para afuera, al patio de nuestra conciencia, toda esa perrada interior. Necesitamos conocerlas una a una, como nuestros perros, y obligarlas a que cumplan su función. De quedar adentro podríamos llevárnoslas por delante sin querer; y de esta manera herirlas hiriéndonos a nosotros mismos.
De ahí que llegados a la frontera de nuestra juventud sentimos que se deshace el núcleo familiar, y tenemos que entrar a la honda soledad de nuestra propia existencia. Por ello se hace necesario tomar la lámpara y, bajándola hasta el suelo de nuestros propios recuerdos, buscamos todo lo que allí anida a fin de sacarlo para afuera. Necesitamos conocer nuestras fidelidades dormidas, las fuerzas y vivencias profundas, a fin de integrarlas en la totalidad de nuestra historia. No podemos dejar que vivan dispersas, cada una por su cuenta durmiendo en los rincones, alimentándose con pedazos de nuestra fantasía, o tratándolas a patadas como si fueran enemigas.
Los perros tienen una función en nuestra vida. Todo ahora se coloca bajo el signo de la espera. Dentro de esa espera preparatoria para la vida debemos ubicar cada uno de nuestros perros en su misión. El joven corre el peligro de tratar su mundo interior con temor, considerando sus tensiones como enemigas, o agresivas frente a la espera. Y eso es falso. Los perros no son enemigos de las visitas, y menos si esa visita esperada es el Señor. Si ladran, es porque deben hacerlo. Lo importante es saber interpretar su ladrido y darle a tiempo su sentido.
En el campo, una casa sin perros es una casa huérfana. Es una casa sin capacidad de recibir.
Pero una casa con los perros adentro, es casi lo mismo. Peor, tal vez. Porque al abrir la puerta al que llega, lo primero que le caerán encima serán los perros.
Un joven sin tensiones y sin ansiedades está indefenso ante la vida. Pero si las mantiene encerradas adentro sin conocerlas, entonces es un joven peligroso para sí mismo y para los demás.
Conocer los propios perros por su nombre es una manera de empezar a conocerse a sí mismo Entonces el encierro de la noche ya no es aislamiento, sino intimidad.
La noche.
Ese reino en el que nos zambullíamos despacito, con el ansia con la que un chico se adentra en un arroyo, buscando y temiendo un remanso. El silencio era tan profundo que nos llegaban los ruidos más lejanos, a la vez que se podía sentir en los oídos el eco del fluir de nuestra sangre en cada pulsación. Siempre el silencio y la noche tienen ese embrujo capaz de acollarar en una misma sensación lo íntimo con lo lejano.
Se entraba en la soledad de la noche en familia. A medida que la oscuridad crecía se estrechaba más y más el círculo de la familia. Las sillas se agrupaban en el patio o en el comedor. Finalmente el rosario familiar anudaba a todos, llevándolo a cada uno a su mundo interior. Era el momento en que estábamos más unidos, aun físicamente, y sin embargo quizá también el momento en que cada uno liberaba su mundo espiritual y lo dejaba navegar por las rutas de sus sueños y sus ansias.
Luego venía la cena. Los más chicos, dormidos durante el rosario, eran llevados entre quejidos inconscientes a la cama. Quedaban los más grandes y algún chico de grandes ojos pensativos, silencioso, como si ese mundo fuera para él un espectáculo ajeno, como es ajeno el mar para quien lo mira desde la playa.
Concluido el rito familiar se despejaba la mesa de platos y enseres, que se amontonaban en un fuentón de la cocina. Cada grupo agarraba una lámpara. Papá y mamá una para su dormitorio. Normalmente ya estaba allá, y allá se prendía con el fuego de un pedazo de diario arrollado que se metía por debajo del tubo de vidrio un poco levantado, buscando la mecha de querosene. Mis hermanas se llevaban la lámpara del comedor. Y nosotros la tercera, la de la cocina, que había quedado allá con su llamita a media altura durante la comida para permitir la búsqueda de lo que hubiera podido ser necesario.
Antes de desanudar el núcleo familiar se cumplía con un rito. Palabras ya consagradas, pero necesarias:
-¡Buenas noches, hasta mañana, Alabado sea Dios! ¿Sacaron los perros?
¡Los perros! En nuestro rancho las puertas estaban durante el día siempre abiertas. Ni siquiera existían las llaves. De ahí que los perros no tuvieran inconveniente para ganarse hasta la cocina, comedor, e incluso dormitorio. Eso sí, siempre bajo el peligro de ser sacados a patadas en cualquier momento. Por ello los más grandes ni siquiera entraban. Su reino estaba en el patio. Los cuzcos en cambio, no. Se hacían un ovillo en un rincón, y a veces se madrugaban algún huesito o trozo de pan que caía de la mesa.
Pero al llegar la noche se era inflexible. Los perros no podía quedar adentro. Lámpara en mano se los buscaba. La luz descendía a ras de piso iluminando bajo las mesas y camas, aparadores y estanterías, para descubrir si alguno se había ganado allí.
Las razones eran claras y varias. No está bien dormir con perros dentro de la casa. También, de dormir allí, al levantarse alguno a oscuras podía pisarlos, con el resultado de un alarido o quizá de un mordiscón. Por el mismo motivo de no tropezar con ellos en la oscuridad, se acomodaban las sillas alrededor de la mesa o contra las paredes.
Pero lo fundamental por lo que los perros eran sacados al patio, se debía a que allí cumplían durante la noche con una función. Cerca de la puerta, detrás de la cocina, junto al galón o en el patio: allí estaban como centinelas, cada uno con su alarido a mano para avisar lo que pasara. Visita que llegaba, bicho que merodeaba o animal que se saliese de su corral, hubiera motivado un brusco gruñido y luego una corrida. La avalancha de los alaridos despertaría a los que dormíamos adentro, alertándonos a fin de estar sobre aviso. Desde dentro ya sabíamos interpretar esos ladridos. Los había de simple respuesta a otros ladridos lejanos, como gritos de centinela en la noche; los había que eran lloros a la luna, largos y tristes con su carga de leyendas y de miedo; los había cortos y bruscos, sin motivo aparente, de pelea o de alarma. Había ladridos que se apaciguaban inmediatamente y eran anuncio de una llegada amiga, otros intranquilos y agresivos ante un desconocido. Digo que los sabíamos interpretar. Ustedes comprenderán que por todo esto, era lógico que al entrar la noche se sacara los perros afuera, al patio.
Quizás en la vida pase lo mismo. Llega un momento en que empieza a oscurecerse el día de nuestra infancia. Durante ese día luminoso se han ganado en nuestra alma muchas fidelidades: de las chicas y de las grandes. La infancia es un tiempo de puertas abiertas. Al terminarse con la adolescencia nuestra niñez, sentimos que entramos en un situación nueva: la de nuestra juventud. Y entonces sentimos la necesidad de sacar para afuera, al patio de nuestra conciencia, toda esa perrada interior. Necesitamos conocerlas una a una, como nuestros perros, y obligarlas a que cumplan su función. De quedar adentro podríamos llevárnoslas por delante sin querer; y de esta manera herirlas hiriéndonos a nosotros mismos.
De ahí que llegados a la frontera de nuestra juventud sentimos que se deshace el núcleo familiar, y tenemos que entrar a la honda soledad de nuestra propia existencia. Por ello se hace necesario tomar la lámpara y, bajándola hasta el suelo de nuestros propios recuerdos, buscamos todo lo que allí anida a fin de sacarlo para afuera. Necesitamos conocer nuestras fidelidades dormidas, las fuerzas y vivencias profundas, a fin de integrarlas en la totalidad de nuestra historia. No podemos dejar que vivan dispersas, cada una por su cuenta durmiendo en los rincones, alimentándose con pedazos de nuestra fantasía, o tratándolas a patadas como si fueran enemigas.
Los perros tienen una función en nuestra vida. Todo ahora se coloca bajo el signo de la espera. Dentro de esa espera preparatoria para la vida debemos ubicar cada uno de nuestros perros en su misión. El joven corre el peligro de tratar su mundo interior con temor, considerando sus tensiones como enemigas, o agresivas frente a la espera. Y eso es falso. Los perros no son enemigos de las visitas, y menos si esa visita esperada es el Señor. Si ladran, es porque deben hacerlo. Lo importante es saber interpretar su ladrido y darle a tiempo su sentido.
En el campo, una casa sin perros es una casa huérfana. Es una casa sin capacidad de recibir.
Pero una casa con los perros adentro, es casi lo mismo. Peor, tal vez. Porque al abrir la puerta al que llega, lo primero que le caerán encima serán los perros.
Un joven sin tensiones y sin ansiedades está indefenso ante la vida. Pero si las mantiene encerradas adentro sin conocerlas, entonces es un joven peligroso para sí mismo y para los demás.
Conocer los propios perros por su nombre es una manera de empezar a conocerse a sí mismo Entonces el encierro de la noche ya no es aislamiento, sino intimidad.
por Mamerto Menapace, publicado en Madera Verde, páginas 23 a 27.
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